La Iglesia Católica, con su dualidad como actor estatal extranjero, representado por la Santa Sede, y como actor empresarial privado, funcionalmente equiparable a una multinacional, constituye un fenómeno único que plantea profundas tensiones en la soberanía estatal, la equidad fiscal y la justicia social en España. Sea que se analice desde el prisma del Derecho Internacional Público o del Derecho Internacional Privado, el impacto de la Iglesia desborda las competencias soberanas del Estado español, mientras despoja a la ciudadanía de bienes patrimoniales mediante mecanismos jurídicos cuestionables y éticamente reprochables.
Un poder desorbitado: La Iglesia como un actor que excede el control estatal
Desde la perspectiva de un actor estatal extranjero, la Iglesia Católica, a través de la Santa Sede y el Estado Vaticano, se erige como una autoridad que regula sus propias instituciones, como diócesis y parroquias, según un ordenamiento jurídico ajeno al español: el Derecho Canónico. Este ordenamiento no solo establece la jerarquía interna y las decisiones doctrinales, sino que también regula aspectos administrativos y financieros de las entidades eclesiásticas, subordinándolas al control vertical de un Estado extranjero.
Simultáneamente, la Iglesia Católica se comporta como una empresa multinacional, con la Santa Sede actuando como casa matriz y las parroquias y diócesis como filiales. Este modelo de fragmentación jurídica le permite acumular privilegios fiscales y operar fuera del alcance del control efectivo del Estado español, generando un tratamiento desigual frente a otras organizaciones privadas y religiosas.
En ambas dimensiones, la Iglesia exorbita las funciones de control estatal: las parroquias y diócesis no están plenamente reguladas por el derecho civil español, sino por un marco normativo extranjero, lo que debilita la capacidad del Estado para garantizar la transparencia y la rendición de cuentas. Este déficit de control es incompatible con los principios constitucionales de soberanía y neutralidad estatal consagrados en la Constitución Española de 1978.
El impacto social y cultural del despojo patrimonial
El ejercicio de poder desmesurado de la Iglesia no es solo una cuestión jurídica; tiene consecuencias profundas en el tejido social y cultural de España. A través de las inmatriculaciones efectuadas a instancia de la Ley Hipotecaria de 1946, y hasta su reforma en 2015, los obispos, actuando como representantes de diócesis, promovieron el registro de bienes inmuebles como presuntas propiedades de la Iglesia mediante las denominadas certificaciones eclesiásticas. Estas certificaciones, lejos de estar fundamentadas en títulos de propiedad válidos, se basaron en documentos internos de la Iglesia – o en ningún documento- que no cumplían con los estándares legales del derecho español.
El resultado de este mecanismo ha sido la puesta en marcha de un despojo masivo de bienes inmuebles que forman parte del patrimonio histórico, cultural y social de España. Catedrales, plazas, iglesias y otros bienes de incalculable valor han sido registrados como propiedad de la Iglesia, desplazando tanto al patrimonio público como a los derechos privados de los ciudadanos. Este despojo no solo empobrece a la ciudadanía al privarla de recursos compartidos, sino que erosiona la identidad cultural colectiva, transfiriendo a manos de una institución privada bienes que deberían pertenecer a todos.
Una práctica antiética y contraria a los propios valores de la Iglesia
El proceder de la Iglesia Católica en este ámbito no solo es jurídicamente insostenible, sino también éticamente reprochable. Según los principios fundamentales del cristianismo, la Iglesia está llamada a actuar en favor de los más desfavorecidos, promoviendo la justicia, la equidad y el bien común. Sin embargo, el uso de las certificaciones eclesiásticas para apropiarse de bienes públicos y privados contradice estos valores, convirtiéndose en una práctica de acumulación patrimonial que privilegia los intereses institucionales sobre los valores éticos.
En este sentido, la Iglesia incurre en una contradicción flagrante entre su discurso moral y su actuación institucional. Al tiempo que predica la justicia y el servicio a la comunidad, utiliza su influencia jurídica y política para consolidar un poder económico que, lejos de beneficiar a la sociedad, perpetúa desigualdades y erosiona la confianza pública en sus instituciones.
La ilegitimidad jurídica de las denominadas certificaciones eclesiásticas
Desde un punto de vista jurídico, las denominadas certificaciones eclesiásticas son problemáticas en varios niveles. En primer lugar, estas declaraciones, emitidas por obispos en calidad de representantes de diócesis, no cumplen con los requisitos que exige el derecho civil y administrativo español para acreditar (certificar, dar por ciertos) derechos, hechos o situaciones, ni mucho menos para acreditar la titularidad de un bien inmueble. Incluso, hasta según la propia legislación hipotecaria franquista, las denominadas certificaciones eclesiásticas eran un mecanismo excepcional que no garantizaba la seguridad jurídica requerida en los registros de propiedad ni los principios generales de ese derecho y su hermenéutica.
En segundo lugar, la reforma constitucional de 1978, al establecer un Estado aconfesional, convirtió este pretendido privilegio en inconstitucionalidad sobrevenida, ya que resulta incongruente con el principio de igualdad ante la ley que rige el ordenamiento jurídico español. En este contexto, la prolongación del uso de las denominadas certificaciones eclesiásticas hasta 2015 representa una violación de los principios democráticos que fundamentan el Estado de derecho.
Una expoliación que perpetúa la injusticia social
El impacto de estas prácticas no se limita al ámbito jurídico; su perpetración y potencial consolidación constituiría una forma de expoliación que empobrecería radicalmente a la ciudadanía. Los recursos y bienes inmuebles inmatriculados por la Iglesia son un patrimonio comunitario construido y mantenido colectivamente que debe permanecer y estar al servicio de la sociedad. En cambio, la transferencia de estos bienes a manos de una institución privada multinacional (o peor aún, un estado extranjero como el Estrado Vaticano) perpetúa la injusticia social y reduce los recursos disponibles para proyectos públicos que beneficien a toda la población.
Además, este despojo tiene implicaciones económicas significativas. Los bienes inmuebles comunitarios que la Iglesia posee y explota están en muchísimos casos generando ingresos importantes a través de actividades comerciales, como el turismo cultural, histórico, arquitectónico y religioso. Sin embargo, gracias a los privilegios fiscales que disfruta, estos ingresos no contribuyen de manera proporcional al sostenimiento del erario público, ampliando la brecha de desigualdad.
Conclusión: Una injerencia inadmisible en la soberanía y la justicia
Sea que se considere a la Iglesia Católica como un actor estatal extranjero, representado por la Santa Sede y el Estado Vaticano, o como un actor empresarial privado que opera bajo la lógica de una multinacional, el resultado es el mismo: la Iglesia desborda las competencias del Estado español, vulnera su soberanía normativa y perpetúa la injusticia social mediante prácticas de acumulación patrimonial injustificables.
Las inmatriculaciones realizadas con las denominadas certificaciones eclesiásticas constituyen un acto antiético, contrario a los valores que la Iglesia debería representar, y jurídicamente insostenible bajo los principios de un Estado democrático de derecho. Este modelo de actuación no solo empobrece materialmente a la ciudadanía, sino que también erosiona el tejido social, cultural y político de España.
Es imperativo que el Estado español, en defensa de la soberanía, la justicia y la equidad, revise los privilegios de la Iglesia y garantice que el patrimonio histórico, cultural y social permanezca en manos de quienes realmente le corresponde: los pueblos y naciones del estado español. Solo a través de un marco regulador justo, transparente y acorde con los principios constitucionales y de derecho internacional podrá repararse esta herida colectiva y asegurar un futuro más equitativo para todos y todas.